Hay libros que es mejor abandonar a la mitad. Las primeras páginas impresionan, en ocasiones deslumbran –¡Qué buen escritor es este tipo!–, antes de llegar a la página 50 sabes que se va a llevar una buena nota, y buscas en la red más informacióñn sobre el autor –reseñas, entrevistas– como si fuera un modo de entender mejor la obra.
Pero la ilusión se desvanece a mitad de libro. Y entonces sólo hay dos opciones: continuar para ver si mejora, si reaparece aquella chispa que encontramos al principio, o abandonarlo cuanto antes y abrir otro libro, uno lo más diferente posible.
Yo soy más de la segunda opción. Primero porque el libro nunca mejora. Una vez le he “cogido manía” –una vez me he sentido defraudado, includo engañado por su autor– es imposible que vuelva a aceptarlo. Principalmente porque es aquella característica que en el primer párrafo me hizo apreciar la novela, –un estilo siempre, un ritmo, una cierta musicalidad– la que en la página 200 aborreceré. Y segundo, abandono un libro porque, como suelo repetir, la vida es muy corta y hay demasiados libros por leer.
En este sentido, hace poco tuve que leer para una reseña El castillo en el bosque, de Norman Mailer, y puedo asegurar que es el primer libro que termino a disgusto desde que iba la escuela. Hay novelas que no me agradan y se llevan un suspenso, pero si definitivamente no llegan ni a suspenso, son expulsadas del aula.
Todo esto viene a cuento de El pasado, la novela con la que el argentino Alan Pauls ganó el premio Herralde hace unas pocas ediciones. El libro habla de la ruptura de la pareja: Rímini y Sofía se separan tras 12 años juntos y cada uno intenta superar la pérdida como puede. El chico se decanta por su trabajo de traductor, por el consumo ingente de cocaína y –un clavo saca otro clavo– por nuevas mujeres, todas opuestas a Sofía. Ella intenta “seguir siendo amigos”: mantiene su relación con el padre de Rímini, le escribe cartas y breves comentarios que Rímini encuentra en los lugares más insospechados, le espera a la salida de su trabajo, le deja decenas de mensajes en el teléfono... un asedio en toda regla.
No sé si al final vuelven, llegué a la página 300 y me arrepiento de no haber cerrado El pasado varios capítulos antes (y es que hay que saber cuándo cerrar un libro). Aquellos en que se describe su relación son deliciosos, muy bien escritos; aquellos que detalla sus devaneos con la droga muy divertidos; después viene el hastío.
Alan Pauls sabe escribir pero no sabe parar de escribir. Ignacio Echevarría dijo: “la escritura de Pauls muestra siempre una precisión y una riqueza admirables, que la mantienen alejada de inflaciones retóricas. Pero, presa de una glotonería insaciable, esa escritura incurre progresivamente en una incontrolada, casi insensata prolijidad”.
Si en lugar de 560 páginas hubiera tenido poco más de 300, El pasado hubiera sido una muy buena novela. La historia de siempre: lo bueno si breve...
De todas formas, merece la pena leer los capítulos que antes he mencionado. Aunque uno no llegue nunca a saber cómo acaba la historia de amor.
Pero la ilusión se desvanece a mitad de libro. Y entonces sólo hay dos opciones: continuar para ver si mejora, si reaparece aquella chispa que encontramos al principio, o abandonarlo cuanto antes y abrir otro libro, uno lo más diferente posible.
Yo soy más de la segunda opción. Primero porque el libro nunca mejora. Una vez le he “cogido manía” –una vez me he sentido defraudado, includo engañado por su autor– es imposible que vuelva a aceptarlo. Principalmente porque es aquella característica que en el primer párrafo me hizo apreciar la novela, –un estilo siempre, un ritmo, una cierta musicalidad– la que en la página 200 aborreceré. Y segundo, abandono un libro porque, como suelo repetir, la vida es muy corta y hay demasiados libros por leer.
En este sentido, hace poco tuve que leer para una reseña El castillo en el bosque, de Norman Mailer, y puedo asegurar que es el primer libro que termino a disgusto desde que iba la escuela. Hay novelas que no me agradan y se llevan un suspenso, pero si definitivamente no llegan ni a suspenso, son expulsadas del aula.
Todo esto viene a cuento de El pasado, la novela con la que el argentino Alan Pauls ganó el premio Herralde hace unas pocas ediciones. El libro habla de la ruptura de la pareja: Rímini y Sofía se separan tras 12 años juntos y cada uno intenta superar la pérdida como puede. El chico se decanta por su trabajo de traductor, por el consumo ingente de cocaína y –un clavo saca otro clavo– por nuevas mujeres, todas opuestas a Sofía. Ella intenta “seguir siendo amigos”: mantiene su relación con el padre de Rímini, le escribe cartas y breves comentarios que Rímini encuentra en los lugares más insospechados, le espera a la salida de su trabajo, le deja decenas de mensajes en el teléfono... un asedio en toda regla.
No sé si al final vuelven, llegué a la página 300 y me arrepiento de no haber cerrado El pasado varios capítulos antes (y es que hay que saber cuándo cerrar un libro). Aquellos en que se describe su relación son deliciosos, muy bien escritos; aquellos que detalla sus devaneos con la droga muy divertidos; después viene el hastío.
Alan Pauls sabe escribir pero no sabe parar de escribir. Ignacio Echevarría dijo: “la escritura de Pauls muestra siempre una precisión y una riqueza admirables, que la mantienen alejada de inflaciones retóricas. Pero, presa de una glotonería insaciable, esa escritura incurre progresivamente en una incontrolada, casi insensata prolijidad”.
Si en lugar de 560 páginas hubiera tenido poco más de 300, El pasado hubiera sido una muy buena novela. La historia de siempre: lo bueno si breve...
De todas formas, merece la pena leer los capítulos que antes he mencionado. Aunque uno no llegue nunca a saber cómo acaba la historia de amor.
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