01 mayo 2008

El guión moribundo

Para su primer trabajo con guión ajeno, Isabel Coixet, la creadora más personal del momento, ha elegido (o le han elegido) una de las peores novelas del maestro Philip Roth. El animal moribundo, que así se llama el libro, narra una relación erótica entre David Kepesh, un profesor envejecido que añora sus años de Casanova, y Consuela Castillo, una cándida estudiante latina. Como sucede en sus últimos libros, El animal moribundo detalla una lucha entre la realidad y el deseo; entre el cuerpo y la mente; entre la enfermedad y el sexo.

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Los guionistas han querido representar mediante imágenes (y una prescindible voz en off) estas disyuntivas que el escritor aborda de una manera nada sutil. Roth es directo, brutal, soez. Todo aquel que haya visto La vida secreta de las palabras sabe que Coixet -al menos en su cine- sólo puede ser delicada.

Así, Elegy -no entiendo a qué viene el cambio de título, y más cuand Roth tiene otra novela titulada precisamente así- no es una película de Isabel Coixet. Al igual que Cassandra's dream no es una película de Woody Allen, por más que su nombre aparezca en los créditos.

Más allá de la autoría, Elegy es una película increíble, en el sentido literal de la expresión. Apenas hay escenas en las que el espectador se sienta incluido, embaucado. El cine debe engañar, hacer creer al espectador que lo que ve en pantalla es real, que ha sucedido alguna vez. Y eso sólo se logra mediante la coherencia.

Y Elegy no es coherente, al menos en un 50 por ciento.

El protagonista –un Ben Kingsley soberbio, como casi siempre- tiene relaciones con 3 personas: la estudiante (Penélope Cruz), su hijo (Peter Sarsgaard), un amigo poeta (Dennis Hopper) y una amante de su edad (Patricia Clarkson). Sólo son creíbles las dos últimas.

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Las conversaciones con su hijo son ilógicas. Llevan años sin hablarse; el hijo, según Kepesh, le odia porque se separó de su madre décadas atrás. Un buen día aparece en su casa y le dice que tiene una aventura con una mujer casada. Así, sin sentarse, sin un diálogo de cortesía, que al menos ayude al espectador a aceptar a este nuevo personaje. Al final, cómo no, padre e hijo harán las paces.

Es fascinante la relación entre los dos amigos. Son dos monstruos de la interpretación, no necesitan nada. Una sala vacía o una mesa de café. Unas miradas, un cigarro, una risa estruendosa. En la vejez, existe la amistad verdadera. Es lo mejor de la película.

Absolutamente creíble (pese a ser poco frecuente en la vida real) es la relación entre Kepesh y su amante (de nuevo, una maravillosa actriz; la pudimos ver en A dos metros bajo tierra y en Buenas noches y buena suerte). Llevan 20 años acostándose cada dos semanas. Ella es ejecutiva, elegante, trajeada, una mujer de mundo. Llama al timbre, se desnuda, hacen el amor, fuman y se va. Y son felices. Y, más importante, el espectador no se pregunta “¿Por qué se acuestan cada dos semanas? ¿Qué tipo de relación es ésta?”

En cuanto a la relación principal, no tiene fuerza, ni estructura, ni lógica. Y el trabajo de Penélope Cruz no ayuda mucho. Al revés.

La película falla justamente donde no hay (una buena) interpretación.

Aún así, la música y la fotografía son muy bonitas. La escena capital de la película, que podría aber resultado demasiado cruda, está suavizada por la maravillosa música de Arvo Pärt, Spiegel im Spiegel. En cuanto a la imagen, hay un buen puñado de escenas de postal.




Pero, ya se sabe, cuando de una película sólo se recuerda la música o la fotografía, malo.

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