27 mayo 2008

Biografía literaria / 3

2004 fue el año de Roberto Bolaño. Al menos para mí (aunque también fue el año en que todo estalló y su nombre inresó en a la fama y la gloria y los cánones literarios). Roberto Bolaño había muerto meses antes, en julio de 2003. Recuerdo que leí la noticia de su fallecimiento en Elmundo.es. Entonces no lo conocía. Su nombre, sin embargo, me resultaba familiar. Tiempo después descubrí que ya había leído algo suyo, un breve prólogo a la edición que El Mundo vendía de Los jefes. Los cachorros, dos colecciones de relatos de Vargas Llosa.

En enero de 2004 decidí, después de tenerlo varios meses en mi interminable lista de “Libros para leer” decidí tomar prestado un libro suyo de la biblioteca. Era La pista de hielo. Una de sus peores novelas, pero es la primera que leí, y eso marca. Me decepcionó un poco, pero 2 meses después cogí otro libro suyo, Estrella distante. Aquello era otra cosa. Luego vinieron sus libros de relatos. Poco a poco, se iba convirtiendo en un amigo, un escritor que acompaña, al que se recuerda, aunque no se lo lea de forma constante.

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En verano compré Los detectives salvajes. Dudaba entre ése o El Día de la Independencia, de Richard Ford, que ese año había ganado el Pulitzer. Elegí bien. Una semana después me fui a la playa. Nada más llegar enfermé. Pasé una semana con fiebre y problemas de estómago. Durante ese tiempo no paré de leer Los detectives salvajes. No entendía nada (de nuevo, cada autor importante es un reto). No era sólo la estructura, sino el lenguaje. Un torrente de palabras como recitadas en una noche de borrachera o de fiebre. ¿Coincidencia? Lo cierto es que a Bolaño hay que leerlo con fiebre.

Terminé el libro y terminó mi episodio de enfermedad. Después, en apenas mes y medio, leí -etre otros libros de menor recuerdo- Bartleby y compañía, Disgrace de Coetzee y otros 2 libros de Bolaño. Ya estaba enganchado. Un amigo me trajo el volumen Tres novelas, que comprende Amuleto, Estrella distante y Nocturno de Chile (la única que no he leído y que en mi memoria sempre aparece por su título original, La tormenta de mierda). Al finalizar 2 de las 3 novelas, escribí un SMS a mi amigo. Decía: “Pobrecito Bolaño, que ya murió. Yo de mayor quiero ser como Bolaño”.

Ese otoño Anagrama editó 2666. Llamé una y otra vez a mi librería, tardaba en llegar. Cuando me avisaron, corrí a por ella. Había leído las primeras páginas en alguna revista o suplemento literario. A pesar de ser póstuma, no era el usual material que la familia encuentra y decide publicar: estaba listo para ser leído. No es un novela inacabada. Si nos dijesen que Los detectives salvajes está incompleto, sería más creíble. Leí las 1120 páginas en menos de un mes. Al terminar, supe que había terminado con Bolaño, era el fin. Fue muy triste. Definitivamente, Bolaño había muerto.

Me quedaban las entrevistas, en texto y vídeo -entrevistas que he leído y visionado innumerables veces- los ensayos, las relecturas. En octubre de 2005 leí Entre paréntesis. Esa tarde salí con amigos y estaba como alucinado, febril. No podía centrarme en la conversación; sólo quería escribir. Lo dice Rodrigo Fresán, y es cierto, Roberto Bolaño incita a la escritura.

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Ahora Candaya ha editado un libro con ensayos y entrevistas, Bolaño salvaje; ha añadido un DVD, Bolaño cercano, con palabras de Enrique Vila-Matas, de Antonio García Porta, de Juan Villoro. Y de su mujer, Calorina López, y de su hijo Lautaro. Cuántas veces he soñado despierto que los conocía de casualidad y les hablaba de mi adoración por Roberto... Y ahora he conocido sus caras y sus voces.

La lectura de Bolaño coincidió con el descubrimiento y la escucha obsesiva de otro amigo, Keith Jarrett. Ambas artes se compenetraban a la perfección. Ahora, mientras escribo esto, suena en Youtube (los años pasan) Autumn leaves.

Termino con una cita suya.

Saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores muertos.

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