El pasado domingo 15 de julio se cumplía el cuarto aniversario de la muerte del último gran escritor latinoamericano. Descendiente de Borges, pero también de Phlilip K Dick y de las películas de serie Z, Roberto Bolaño consiguió insuflar de nuevos aires a la marchita narrativa del Nuevo Mundo.
Nació en Chile y murió en Barcelona; entre estas dos fechas median sólo 50 años. Hasta vivir de la literatura no tuvo más remedio que trabajar en los más diversos oficios (recepcionista, basurero, guarda de camping) para permitirse unas horas en las que escribir sus alucinantes poemas. Él mismo dirá en una entrevista: “Todo para ser hoy un escritor disciplinado, convencido de que lo más importante para escribir es tener paciencia, mucha paciencia”.
No le faltó. Hay que ser muy paciente y estar muy seguro de su propia valía para no rendirse y dedicarse a algo más productivo que la literatura. Bolaño no sólo estaba convencido de ser escritor, se sabía un gran escritor.
Pero aún faltaba para que el resto del mundo se diese cuenta de quién era este chileno que vivía en un pueblo de la costa mediterránea. Los primeros que atisbaron su capacidad literaria fueron los jurados de pequeños certámenes municipales que premiaban una y otra vez sus cuentos, sin saber que eran los mismos pero con diferente título. Poco después llegó una novela de extraño nombre. La literatura nazi en América. En ella, Bolaño relataba con humor las biografías ficticias de más de una decena de escritores nazis a lo largo de todo el continente. Vendió pocos ejemplares, pero sirvió para que el editor Jorge Herralde se fijase en él.
En 1998 publicó Los detectives salvajes. Con ella ganó el premio Herralde y el Rómulo Gallegos, galardón que antes habían obtenido, entre otros, Gabriel García Márquez y Javier Marías. La novela tiene más de 600 páginas y cuenta la historia de un par de jóvenes poetas que recorren medio mundo en busca de una misteriosa poetisa. Como en todas las grandes novelas, y ésta lo es, no importa el argumento; aquí lo atractivo es su estructura caleidoscópica, pequeñas piezas más o menos ordenadas que sólo al final adquieren sentido, y su estilo hipnótico, un lenguaje que hace imposible detener la lectura.
Fue el principio del éxito; éxito relativo, pues para muchos seguía siendo un escritor que sólo escribía para escritores. En realidad, toda su narrativa es, en el buen sentido de la expresión, autobiográfica: quien lea sus novelas podrá trazar un mapa vital de Roberto Bolaño bastante preciso.
Cinco años después su hígado falló y comenzó la leyenda. Se rumoreaba que quedaba una novela sin publicar. Su novela definitiva. Más de mil páginas repartidas en cinco nouvelles que debían ser leídas de una sola vez. Efectivamente, un año después de su muerte, Anagrama publica 2666. Tras su lectura, el respeto que lectores y críticos sentían hacia Bolaño se convirtió en veneración.
La narrativa de Roberto Bolaño se ha ido construyendo a sí misma hasta formar un mosaico en el que los personajes se cruzan y las historias se cuentan de diferentes maneras. Para conocer su obra hay que leer todas sus novelas y cuentos, a ser posible por orden de escritura. Yo lo hice, y merece la pena.
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