Termino con tristeza la entrevista que hoy publica El País. Este señor que responde a algunas preguntas, que evita otras y que pronuncia un discurso que recuerda al añejo “España va bien” no es Zapatero. Tiene su mismo cuerpo, sus mismas manos, su misma voz -no su mirada ni su gesto, convertidos ya en eterna y vacua pose-, pero no es el político al que votamos con ilusión en las dos últimas elecciones generales. ¿Quién es, entonces?
Esta entrevista -da reparo llamarla así, mejor decir este publirreportaje- es la prueba tangible de que, como popularmente se dice, a Zapatero se le ha subido el poder a la cabeza. En tiempos de Felipe González, los últimos tiempos, se habló mucho “síndrome de La Moncloa”. Es una rara enfermedad -rara porque sólo la padecen unos pocos elegidos- que consiste en creer permanentemente que se está en poder de la razón, que el resto se equivocan, que todo va bien, menos lo de los otros; una enfermedad que puede causar irritabilidad, enfados, silencios incómodos, enemistades con antiguos compañeros de viaje. Le sucedió a Felipe González, le sucedió- todos lo recordamos- a José María Aznar, y ahora el virus ha entrado en José Luis Rodríguez Zapatero.
El síndrome también causa acomodo, pereza, tendencia a la más elemental inercia. Lo hemos comprobado en este tiempo pasado desde el 9 de marzo. ¿Qué ha hecho el gobierno? Disfrutar de la victoria; y esperar a que el cadáver de su enemigo pase por su puerta. Pero el enemigo no ha muerto, sino que ha salido reforzado de una crisis– esto sí era crisis, la situación económica es otra cosa, no se sabe el qué- que muchos creían devastadora (lo que no mata...).
Esta entrevista -da reparo llamarla así, mejor decir este publirreportaje- es la prueba tangible de que, como popularmente se dice, a Zapatero se le ha subido el poder a la cabeza. En tiempos de Felipe González, los últimos tiempos, se habló mucho “síndrome de La Moncloa”. Es una rara enfermedad -rara porque sólo la padecen unos pocos elegidos- que consiste en creer permanentemente que se está en poder de la razón, que el resto se equivocan, que todo va bien, menos lo de los otros; una enfermedad que puede causar irritabilidad, enfados, silencios incómodos, enemistades con antiguos compañeros de viaje. Le sucedió a Felipe González, le sucedió- todos lo recordamos- a José María Aznar, y ahora el virus ha entrado en José Luis Rodríguez Zapatero.
El síndrome también causa acomodo, pereza, tendencia a la más elemental inercia. Lo hemos comprobado en este tiempo pasado desde el 9 de marzo. ¿Qué ha hecho el gobierno? Disfrutar de la victoria; y esperar a que el cadáver de su enemigo pase por su puerta. Pero el enemigo no ha muerto, sino que ha salido reforzado de una crisis– esto sí era crisis, la situación económica es otra cosa, no se sabe el qué- que muchos creían devastadora (lo que no mata...).
En esta coyuntura, “el periódico global de noticias en español” ofrece una oportunidad de oro al presidente para explicarse -y justificarse- a los ciudadanos. Una plataforma ideal para mostrar su vena más izquierdista, reformadora, su papel de líder, sus proyectos, sus viejas pero necesarias ideas republicanas. En cambio, el lector sólo recibe frases demasiadas veces oídas -“este es un Gobierno que ha hecho la ley de igualdad más avanzada de Europa”-, frases surrealistas -“es un tema opinable si hay crisis o no hay crisis”-, frases que nunca deberían pronunciarse -“la directiva europea de retorno de inmigrantes es un avance progresista”-, y frases que, sencillamente, son falsas -“(la consulta vasca) es una ley que es claramente inconstitucional”-.
No hay en toda la conversación ningún anuncio importante, no hay una declaración de intenciones, no ofrece retos, no aporta soluciones. Todo sigue igual: la relación con la Iglesia, la ley del aborto, la ilegalidad de la eutanasia. Habla del Ministerio de igualdad, pero no ofrece da contenido a este organismo -por otra parte muy necesario, si fuera eficaz-; como un adolescente ante el cura, casi confiesa su error al intentar acabar con ETA por medio del diálogo; no se moja cuando le preguntan por el Partido Popular; intenta quedar bien con Pedro Solbes y con Miguel Sebastián.
Como la sociedad teorizada por su gurú, toda la charla es líquida. Demasiado líquida.
Ahora que lo ciudadanos somos más viejos -y sinceros con nosotros mismos-; ahora que hemos perdido la esperanza -aunque nos queda el miedo a Esperanza-; ahora que hemos comprobado que España no se ha roto pero tampoco es más luminosa -como sí lo fue después del 14 de marzo de 2004-; ahora que los malos tiempos vuelven y tan solo escuchamos cuentos -pero sabemos todos los cuentos-; ahora quizá es momento de decirlo alto y claro: estamos decepcionados.
Hace tres meses, hubo quienes votaron para que no ganase el Partido Popular, otros porque de veras creíamos en el proyecto socialista, pero al caer la noche -tristes y con un picazón en la conciencia- pensamos, “en 2012, me quedaré en casa”.
No hay en toda la conversación ningún anuncio importante, no hay una declaración de intenciones, no ofrece retos, no aporta soluciones. Todo sigue igual: la relación con la Iglesia, la ley del aborto, la ilegalidad de la eutanasia. Habla del Ministerio de igualdad, pero no ofrece da contenido a este organismo -por otra parte muy necesario, si fuera eficaz-; como un adolescente ante el cura, casi confiesa su error al intentar acabar con ETA por medio del diálogo; no se moja cuando le preguntan por el Partido Popular; intenta quedar bien con Pedro Solbes y con Miguel Sebastián.
Como la sociedad teorizada por su gurú, toda la charla es líquida. Demasiado líquida.
Ahora que lo ciudadanos somos más viejos -y sinceros con nosotros mismos-; ahora que hemos perdido la esperanza -aunque nos queda el miedo a Esperanza-; ahora que hemos comprobado que España no se ha roto pero tampoco es más luminosa -como sí lo fue después del 14 de marzo de 2004-; ahora que los malos tiempos vuelven y tan solo escuchamos cuentos -pero sabemos todos los cuentos-; ahora quizá es momento de decirlo alto y claro: estamos decepcionados.
Hace tres meses, hubo quienes votaron para que no ganase el Partido Popular, otros porque de veras creíamos en el proyecto socialista, pero al caer la noche -tristes y con un picazón en la conciencia- pensamos, “en 2012, me quedaré en casa”.