El soldado es, en términos comparativos, y muchas veces también en términos absolutos, el servidor público peor pagado. Se trata de un funcionario al que enviamos a la guerra para que defienda nuestros intereses con su cuerpo y con su vida. Su trabajo merece el máximo respeto. Y, sin embargo, ofendemos con frecuencia al soldado. Diciendo, por ejemplo, que va en "misión de paz" a un territorio en guerra. O deslegitimando a su enemigo con el término "terrorista", un término que, inevitablemente, prolifera de nuevo tras la muerte del brigada Juan Andrés Suárez García y el cabo Rubén Alonso Ríos.
Ése es el problema de los juegos de palabras. En una guerra, fusilar a niños constituye un crimen de guerra. Hay reglas, aunque no se cumplan. Si no se reconoce la guerra, casi cualquier cosa que haga el enemigo puede calificarse como "terrorismo". Para el ejército nazi, los partisanos eran terroristas. Mal precedente.
Un soldado de un ejército regular, encuadrado en una fuerza multinacional de ocupación, es un objetivo militar legítimo, aunque quien le mate vista de civil y profese una ideología detestable. Si negamos eso, negamos su misma profesión. Ese soldado puede contar con el respaldo de la ONU, puede atenerse escrupulosamente a las leyes de la guerra, puede dejarse el corazón ayudando a la población civil, puede desear la paz con el máximo fervor: sigue siendo un soldado en territorio extranjero. Cuando cae, cae con honor en el campo de batalla y debemos agradecerle que lo sacrificara todo, su propia vida y la felicidad de su familia, en nombre de algo tan abstracto como nuestros intereses geoestratégicos. No le insultemos, por favor, diciendo que le enviamos a Afganistán para construir escuelas o mantener el orden público. A eso se dedican otros profesionales.
Y no insultemos nuestra propia inteligencia diciendo que ese soldado combate "por la libertad". Combate por nuestra seguridad. ¿Es legítimo defender nuestra seguridad ocupando militarmente un país tan lejano? Tan legítimo como hacerlo en Irak, supongo.
El País, 10-11-2008
Ése es el problema de los juegos de palabras. En una guerra, fusilar a niños constituye un crimen de guerra. Hay reglas, aunque no se cumplan. Si no se reconoce la guerra, casi cualquier cosa que haga el enemigo puede calificarse como "terrorismo". Para el ejército nazi, los partisanos eran terroristas. Mal precedente.
Un soldado de un ejército regular, encuadrado en una fuerza multinacional de ocupación, es un objetivo militar legítimo, aunque quien le mate vista de civil y profese una ideología detestable. Si negamos eso, negamos su misma profesión. Ese soldado puede contar con el respaldo de la ONU, puede atenerse escrupulosamente a las leyes de la guerra, puede dejarse el corazón ayudando a la población civil, puede desear la paz con el máximo fervor: sigue siendo un soldado en territorio extranjero. Cuando cae, cae con honor en el campo de batalla y debemos agradecerle que lo sacrificara todo, su propia vida y la felicidad de su familia, en nombre de algo tan abstracto como nuestros intereses geoestratégicos. No le insultemos, por favor, diciendo que le enviamos a Afganistán para construir escuelas o mantener el orden público. A eso se dedican otros profesionales.
Y no insultemos nuestra propia inteligencia diciendo que ese soldado combate "por la libertad". Combate por nuestra seguridad. ¿Es legítimo defender nuestra seguridad ocupando militarmente un país tan lejano? Tan legítimo como hacerlo en Irak, supongo.
El País, 10-11-2008
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