Hay ocasiones en las que sales del cine sin saber si la película te ha gustado o no. Durante el visionado andas más perdido que un pato en un garaje, debatiendo entre la estupefacción y la carcajada. Al terminar -una vez vistos los títulos de crédito:es imposible levantarte de la butaca-, llega la inevitable pregunta: ¿Qué diablos he visto? Sólo pasadas unas horas eres capaz de juzgarla con cierta serenidad y decidir, por fin, si es buena o no.
Me sucedió con El hijo, de los hermanos Dardenne, o La pianista, de Michael Haneke. Y también con Ánticristo la última creación de Lars von Trier.
Todos hemos oído hablar de ella, y en general, para mal. Pero (don) Lars se merece una oportunidad. Hay que entrar al cine libre de prejuicios, y dejar que las poderosas imágenes llenen nuestra cabeza de belleza, amor, odio, violencia y horror.
Con todo esto está construida Anticristo. La belleza del prólogo, uno de los inicios más bellos del cine reciente; el amor de la mujer hacia su hijo muerto; el odio entre la pareja; la violencia salvaje que practican sin poder evitarlo; y el horror, el horror de saber que la locura no hace excepciones.
Hay que olvidar todo la simbología barata que se ha escrito sobre la película. Pasar por alto también la simbología -no barata, sino innecesaria: un juego del director- que plaga la película. Tampoco el argumento o los diálogos son importantes. Anticristo es arte, la obra de arte de un genio que intenta salir de su locura.
Y el arte se siente, no se analiza. Llega a las entrañas y no deja indiferente.
Me sucedió con El hijo, de los hermanos Dardenne, o La pianista, de Michael Haneke. Y también con Ánticristo la última creación de Lars von Trier.
Todos hemos oído hablar de ella, y en general, para mal. Pero (don) Lars se merece una oportunidad. Hay que entrar al cine libre de prejuicios, y dejar que las poderosas imágenes llenen nuestra cabeza de belleza, amor, odio, violencia y horror.
Con todo esto está construida Anticristo. La belleza del prólogo, uno de los inicios más bellos del cine reciente; el amor de la mujer hacia su hijo muerto; el odio entre la pareja; la violencia salvaje que practican sin poder evitarlo; y el horror, el horror de saber que la locura no hace excepciones.
Hay que olvidar todo la simbología barata que se ha escrito sobre la película. Pasar por alto también la simbología -no barata, sino innecesaria: un juego del director- que plaga la película. Tampoco el argumento o los diálogos son importantes. Anticristo es arte, la obra de arte de un genio que intenta salir de su locura.
Y el arte se siente, no se analiza. Llega a las entrañas y no deja indiferente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario