Copio y pego un divertido artículo firmado por Luisgé Martín en Babelia. Reflexiona sobre el eterno debate: ¿leer hace mejores a los seres humanos? Yo creía que ya se había encontrado una respuesta clara y que la discusión estaba cerrada, pero parece que no es así. (Por cierto, mi respuesta es, No, rotundamente, no; leer aporta sensaciones, conocimiento, diversión y compañía: en ningún caso es la píldora de la bondad.)
El problema del texto es que el autor no se cree lo que escribe. Quiere aparentar que sí, pero en realidad se siente satisfecho en su condición de culto. En cualquier caso, merece la pena.
El problema del texto es que el autor no se cree lo que escribe. Quiere aparentar que sí, pero en realidad se siente satisfecho en su condición de culto. En cualquier caso, merece la pena.
La ópera ha sido considerada siempre el espectáculo artístico más completo y refinado. Aúna música, literatura y teatro. Para disfrutarla hay que ser una persona cultivada y tener educadas todas las capacidades estéticas. Es necesario, además, poseer una sensibilidad especial. Podríamos decir, por lo tanto, que los amantes de la ópera forman parte de un linaje extraordinario. De una quintaesencia humana. En febrero de 2001, sin embargo, los socios del Círculo del Liceo de Barcelona -quintaesencia de la quintaesencia- decidieron rechazar el ingreso en el club operístico de las diez mujeres que, después de siglo y medio de absoluta hegemonía masculina abolida en unos nuevos estatutos, habían solicitado la admisión. Entre esas mujeres -por si alguien duda de sus méritos- estaba Montserrat Caballé. Es decir, los seres más sensibles, los que se conmovían hasta el retorcimiento del alma con la música de Verdi, con la voz doliente de María Callas o con las quejas de amor de Madame Butterfly, se comportaban en la vida real como gañanes de taberna.
Este suceso, excesivo y paradigmático, es un exordio vistoso, pero resulta fácil encontrar diariamente muchos otros ejemplos que nos obligan a plantearnos si la cultura contribuye a iluminar las ideas o si, por el contrario, sirve sólo para empachar las mentes y emponzoñar los ánimos. Uno de nuestros novelistas jóvenes más eximios, a quien se le debió de aparecer una virgen en algún camino de Damasco, como a Fernando Arrabal, escribe cada semana en los periódicos sesudos y floridos artículos en los que igual pone en cuestión la teoría de la evolución -"siempre me ha llamado la atención la rotundidad con que se suele negar la intervención del misterio cuando se trata de explicar el origen del hombre; pero lo cierto es que, si existe un momento en la historia del universo en que parece más que probable la intervención del misterio, es precisamente el momento en que el hombre irrumpe en el mundo"- que describe con extraño discernimiento las sociedades modernas -"matrimonios deshechos porque sí a velocidad exprés, hogares desbaratados con el menor pretexto o sin pretexto alguno, hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra, abortos a mansalva, nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera"-. A algunos otros escritores, no menos eximios, les vemos participar en tertulias televisivas diciendo disparates y simplezas que sólo mejoran las de los invitados de Salsa rosa en el rigor de la gramática y en la riqueza del vocabulario. Y aquellos a los que no se les ha aparecido ninguna virgen ni han sido invitados a ninguna tertulia no pueden tirar tampoco la primera piedra. En el sector editorial y en el mundo literario -un castillo de hombres cultos, de cultivadores de ese gran bien espiritual que es la lectura- se encuentra la mayor concentración de individuos biliosos, marrulleros, hipócritas, envanecidos, desequilibrados y tortuosos que conozco. Incluyéndome, por supuesto, a mí mismo.
La gran obra de la literatura española cuenta la historia de un pobre hombre que, empachado de libros, salió a recorrer el mundo escudado por un analfabeto que no había leído ninguno. Todos conocemos las peripecias que les ocurrieron. Todos sabemos quién creaba los problemas y quién los resolvía luego; quién era soberbio y quién humilde; quien contemplaba la realidad y quién veía únicamente sus propias fantasías y vanaglorias. Que cada cual elija un modelo, pero que no haya excusas: todos los libros son de caballerías.
No quiero hacer menosprecio de corte y alabanza de aldea, y ni siquiera estoy seguro de si soy abogado de dios o del diablo, pero desde hace años tengo la sospecha de que la lectura es menos benéfica de lo que se proclama continuamente con altavoces y pregoneros. O incluso que es dañina, que resabia. Hay dos virtudes que nadie le puede negar: su ejercicio produce un placer estético que sólo es superado por los que producen los de la música y la sexualidad; y desarrolla, instrumentalmente, las capacidades de comprensión y de construcción textual, que sirven para leer el prospecto de un medicamento, para redactar una carta o una reclamación, o para poder estudiar mecánica de automóviles o mecánica cuántica. Es decir, la lectura tiene una utilidad sensorial -si hay utilidades así- y una utilidad práctica -valga el pleonasmo-, pero tal vez no tenga ninguna utilidad ética, que es la que más se pregona. "Los libros nos hacen libres", decía uno de los eslóganes publicitarios con los que el Ministerio de Cultura trataba de concienciarnos de los beneficios de leer. "El nacionalismo se cura viajando y leyendo", proclamaba Juan María Bandrés en aquellos años en los que se pensaba aún que las barbaridades de ETA eran cometidas sólo por ignorantes sin formación. Como Sócrates, en suma: "No hay hombres malos, sólo hay hombres ignorantes". Y continuamente escuchamos hablar con desprecio o conmiseración de aquellos que no leen o que leen productos como El código Da Vinci o La catedral del mar y no a Borges, a Paul Auster o a Vasili Grossman, que son algunos de los autores que al parecer nos hacen más libres y menos abertzales.
Es decir, los apóstoles de la lectura hemos creído siempre que a través de ella se crearía un mundo más justo, más tolerante, más inteligente y más pacífico. Más humano, en suma. Hemos creído que alguien que se conmoviera con las desdichas adulterinas de Anna Karenina y el Conde Vronski no podría luego, por ejemplo, llamar alimañas a quienes cometen una infidelidad o se divorcian. Que quien se emocionara sumergiéndose en el alma insatisfecha de Emma Bovary no sería capaz de pegarle una paliza a su mujer o de negarle el ingreso en el Círculo del Liceo a Montserrat Caballé. Que aquel que se estremeciera al conocer la vida de Primo Levi en Auschwitz o la de Anna Frank en Ámsterdam no tendría ya nunca la desvergüenza de -pongo por caso- votar a Batasuna, apoyar la guerra de Irak, defender Guantánamo o enmascarar con palabrería libertaria la dictadura cubana. Hemos creído siempre, en fin, que los libros eran el manual de instrucciones de la naturaleza humana y que quien leía terminaba descifrando sus mecanismos y mejorando su rendimiento. Pero a la vista está que hemos creído mal.
A los niños y a los adolescentes les instigamos casi enfermizamente a que lean, anunciándoles las siete plagas si no lo hacen. Pero habría que preguntarse si esa obsesión está justificada por tantas plagas como decimos. ¿Son menos corruptos los que leen? ¿Son menos despóticos en sus trabajos o en sus casas? ¿Respetan más las señales de tráfico? ¿Sienten menos cólera, saben dominarla mejor? ¿Tienen mayor clarividencia política? ¿Son menos violentos? Hace años leí un artículo -seguramente de algún norteamericano extravagante- en el que se sostenía que entre los individuos de mayor nivel cultural estaban más extendidas las prácticas sadomasoquistas. No quiero poner de ejemplo a Hannibal Lecter, pero creo que la duda es razonable.
Son no obstante los razonamientos desvariados de este texto, sin duda, la mejor prueba de que leer -lo hago mucho- no siempre trae provecho.