09 julio 2008

Informarse cuesta

La prensa escrita está en crisis. En muchos lugares está experimentando un considerable descenso de difusión y una grave pérdida de identidad y de personalidad. ¿Por qué razones y cómo se ha llegado a esta situación? Independientemente de la influencia, real, del contexto económico y de la recesión, nos parece que las causas profundas de esta crisis hay que buscarlas en la mutación que han experimentado, en los últimos años, algunos conceptos básicos del periodismo.

En primer lugar, la misma idea de la información. Hasta hace poco informar era, de alguna manera, proporcionar no sólo la descripción precisa –y verificada- de un hecho, un acontecimiento, sino también un conjunto de parámetros contextuales que permitieran al lector comprender su significado profundo. Era responder a cuestiones básicas: ¿Quién ha hecho qué?, ¿con qué medios?, ¿dónde?, ¿por qué?, ¿cuáles son las consecuencias?

Todo esto ha cambiado completamente bajo la influencia de la televisión, que hoy ocupa en la jerarquía de los medios un lugar dominante y está expandiendo su modelo. El telediario, gracias especialmente a su ideología del directo y del tiempo real, ha ido imponiendo, poco a poco, un concepto radicalmente distinto de la información. Informar es, ahora, "enseñar la historia en marcha" o, en otras palabras, hacer asistir (si es posible en directo) al acontecimiento. Se trata, en materia de información, de una revolución copernicana, de la cual aún no se han terminado de calibrar las consecuencias. Esto supone que la imagen del acontecimiento (o su descripción) es suficiente para darle todo su significado.

En el límite, sobra hasta el propio periodista, en este cara a cara telespectador-historia. El objetivo prioritario, para el telespectador, es su satisfacción, no tanto comprender la importancia de un acontecimiento como verlo con sus propios ojos. Cuando esto ocurre, es una alegría. Y así se establece, poco a poco, la engañosa ilusión de que ver es comprender y que cualquier acontecimiento, por abstracto que sea, debe imperativamente tener una parte visible, mostrable, televisable. Esta es la causa de que asistamos a una emblematización reductora, cada vez más frecuente, de acontecimientos complejos. Por ejemplo, todo el entramado de los acuerdos Israel-OLP se reduce al apretón de manos entre Rabin y Arafat… Por otra parte, una concepción como ésta de la información conduce a una penosa fascinación por las imágenes "tomadas en directo", de acontecimientos reales, incluso si se trata de hechos violentos y sangrientos.

Hay otro concepto que también ha cambiado: el de la actualidad. ¿Qué es hoy la actualidad? ¿Qué acontecimientos hay que destacar en el mare magnum de hechos que ocurren en todo el mundo? ¿En función de qué criterios hay que hacer la elección? También aquí es determinante la influencia de la televisión pues es ella, con el impacto de sus imágenes, la que impone la elección y obliga, nolens volens, a la prensa escrita, a seguirla. La televisión construye la actualidad, provoca el shock emocional y condena prácticamente al silencio y a la indiferencia a los hechos que carecen de imágenes. Poco a poco se va estableciendo entre la gente que la importancia de los acontecimientos es proporcional a su riqueza de imágenes. O, por decirlo de otra forma, que un acontecimiento que se puede enseñar (si es posible, en directo, y en tiempo real) es más fuerte, más interesante, más importante, que el que permanece invisible y por tanto, su importancia es abstracta. En el nuevo orden de los medios las palabras, o los textos, no valen lo que las imágenes.

También ha cambiado el tiempo de la información. La optimización de los medios es, ahora, la instantaneidad (el tiempo real), el directo, que sólo pueden ofrecer la televisión y la radio. Esto hace vieja a la prensa diaria, forzosamente retrasada en los acontecimientos y, a la vez, demasiado cerca de los hechos para poder sacar, con suficiente distancia, todas las enseñanzas de lo que acaba de producirse. La prensa escrita acepta la imposición de tener que dirigirse no a los ciudadanos sino a los telespectadores.

Todavía hay un concepto más, un cuarto, que se ha modificado. Fundamental: el de la veracidad de la información. Hoy, un hecho es verdadero no porque corresponda a criterios objetivos, rigurosos y verificados en las fuentes, sino simplemente porque otros medios repiten las mismas afirmaciones y las «confirman»… Si la televisión (a partir de una noticia o una imagen de agencia) emite una información y si la prensa escrita, y la radio, la retoman, es suficiente para acreditarla como verdadera. De esta forma, como podemos recordar, se construyeron las mentiras de las «fosas de Timisoara», y todas de la Guerra del Golfo. Los medios no saben distinguir, estructuralmente, lo verdadero de lo falso. En este embrollo mediático, nada más en vano que intentar analizar la prensa escrita aislada de los restantes medios de comunicación. Los medios (y los periodistas) se repiten, se imitan, se copian, se contestan y se mezclan, hasta el punto de no constituir más que un único sistema de información, en cuyo seno es cada vez más arduo distinguir las especificaciones de tal o cual medio tomados por separado. En fin, información y comunicación tienden a confundirse. Demasiados periodistas siguen creyendo que son los únicos que producen información, cuando toda la sociedad se ha puesto frenéticamente a hacer lo mismo. No existe prácticamente institución (administrativa, militar, económica, cultural, social, etc.), que no se haya dotado de un servicio de comunicación que emite –sobre ella misma y sus actividades- un discurso pletórico y elogioso. A este respecto, todo el sistema en las democracias catódicas se ha vuelto astuto e inteligente, capaz de manipular sabiamente los medios y de resistirse a su curiosidad. Ahora sabemos que la «censura democrática» existe.

A todas estas deformaciones hay que añadir un malentendido fundamental… Muchos ciudadanos estiman que, confortablemente instalados en el sofá de su salón, mirando en la pequeña pantalla una sensacional cascada de acontecimientos a base de imágenes fuertes, violentas y espectaculares, pueden informarse con seriedad. Error mayúsculo. Por tres razones: la primera, porque el periodismo televisivo, estructurado como una ficción, no está hecho para informar sino para distraer; en segundo lugar, porque la sucesión rápida de noticias breves y fragmentadas (una veintena por cada telediario), produce un doble efecto negativo de sobre-información y desinformación; y, finalmente, porque querer informarse sin esfuerzo es una ilusión más acorde con el mito publicitario que con la movilización al que el ciudadano adquiere el derecho a participar inteligentemente en la vida democrática.

Numerosas cabeceras de la prensa escrita continúan, a pesar de todo, por mimetismo televisual, por endogamia catódica, adoptando las características propias del medio audiovisual: la maqueta de la primera página concebida como una pantalla, la reducción del tamaño de los artículos, la personalización excesiva de los periodistas, la prioridad al sensacionalismo, la práctica sistemática del olvido, de la amnesia, en relación con las informaciones que hayan perdido actualidad, etc. Compiten con el audiovisual en materia de marketing y desprecian la lucha de las ideas. Fascinados por la forma olvidan el fondo. Han simplificado su discurso en el momento en que el mundo, convulsionado por el final de la guerra fría, se ha visto considerablemente más complejo. Un desfase tal entre este simplismo de la prensa y la nueva complicación de la política internacional, desconcierta a muchos ciudadanos que no encuentran en las páginas de su publicación un análisis diferente, más amplio, más exigente, que el que les propone el telediario. Esta simplificación resulta tanto más paradójica, en cuanto que el nivel educativo continúa elevándose y aumentan los estudiantes superiores. Al aceptar no ser más que un eco de las imágenes televisadas, muchos periódicos mueren, pierden su propia especificidad y, como consecuencia, sus lectores.

Ignacio Ramonet, 1995

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