Convertida ella misma en una ideología, la democracia va siendo parasitada por el mercado, que adopta sus estrategias y su lenguaje. Las películas se anuncian proclamando el número de espectadores que las han visto, y los editores se apresuran a reeditar las novedades de éxito con una faja en la que se consigna el número de ejemplares vendidos.
No sé en Chile, pero en España, de un tiempo a esta parte, los periódicos se muestran cada vez más aficionados a proponer y publicar encuestas de opinión. La tendencia es ilustrar toda suerte de noticias acompañándolas de una valoración -un porcentaje, en realidad- obtenida a partir de las respuestas de los lectores a las más variadas preguntas. En los informativos de televisión hace ya mucho que se vienen empleando los sondeos callejeros con fines parecidos. Pero la prensa gratuita y los periódicos virtuales van extremando esta tendencia, que con frecuencia incurre en extremos ridículos. Pues no sólo se recaba el juicio de los lectores sobre hechos ocurridos, sino que se les pide también que expresen desinhibidamente sus simpatías y sus manías, y que ejerciten sus dotes adivinatorias acerca de asuntos que escapan a todo análisis ("¿Cree usted que Rafael Nadal ganará este año la final de Wimbledon?").
Se transmite así la impresión de que los lectores intervienen tanto en la valoración de la actualidad como en su construcción. Se invoca con insistencia el principio de interacción, y se fomenta con énfasis una mentalidad plebiscitaria de efectos muy poco saludables, dado que refuerza, por un lado, el sentimiento de que todo es opinable, sin importar el fundamento con que se sustenta la opinión en cada caso, y mueve a pensar, por otro lado, que la razón se decanta por el lado de la mayoría, como si los de verdad u objetividad fuesen conceptos estadísticos.
Convertida ella misma en una ideología, la democracia va siendo parasitada por el mercado, que adopta sus estrategias y su lenguaje. Se diría que nadie puede tomarse en serio los resultados de una encuesta respondida voluntariamente por un determinado perfil de ciudadanos que sienten la compulsión de expresarse por cualquier motivo, a propósito de lo que sea. Se diría que a nadie se le oculta lo improcedente que es derivar un juicio cualitativo de un índice cuantitativo. Y, sin embargo, las películas se anuncian proclamando el número de espectadores que las han visto, y los editores se apresuran a reeditar las novedades de éxito con una faja en la que se consignan -a menudo con engaño- el número de ejemplares vendidos.
El mismo día que escribo este artículo, en la página de inicio del diario digital más leído de España se hace la siguiente pregunta: "¿De qué te gustaría que tratase el próximo libro de Ken Follett?". Y se explicita, a continuación: "De entre todas las ideas recibidas se seleccionarán las cinco mejores según criterios de ocurrencia y originalidad. Las ideas ganadoras serán remitidas a Ken Follet, quien firmará y dedicará su libro a cada uno de los cinco ganadores".
¿Patraña publicitaria o estrategia de marketing dirigida a fidelizar a los usuarios del diario? Cualquiera sabe. Pero entretanto, el viejo eslogan de que es el público el que tiene la última palabra (¡y la primera, oiga!) ha ido calando cada vez más hondo en la mente de los agentes culturales, a quienes cuesta cada día más distinguir de los agentes comerciales.
La reciente publicación en España de la última novela de Carlos Ruiz Zafón, El juego del ángel, ha sido tratada por la prensa cultural como un auténtico acontecimiento. A bombo y platillo se anunció que la primera tirada de una novela de un autor español alcanzaba la cifra record de un millón de ejemplares. Cuando a los pocos días aparecieron las reseñas del libro se tuvo ocasión de asistir a un espectáculo penoso que, sin embargo, es cada vez más frecuente: el del crítico temeroso del público al que se dirige, intimidado por la abrumadora legión de los lectores, acobardado por el aparato propagandístico puesto en marcha por publicitarios y periodistas, unos y otros compitiendo en su afán sensacionalista, dando por sentado que tan elevado número de consumidores no se pueden equivocar.
Hace cuarenta años, el escritor alemán Reinhard Baumgart hizo públicas una serie de provocadoras propuestas destinadas a vapulear a la crítica de su país. La más sensacional de todas ellas consistía en postular, para el reseñista de los diarios, un papel semejante al de disc-jockey en una pista de baile. Atrás va quedando, cada vez más desprestigiado -decía Baumgart-, el crítico investido de autoridad, ya sea la autoridad del académico, del policía, del aduanero o del agente de tráfico. Éste formulaba sus juicios desde el supuesto de que el público al que se dirigía estaba necesitado de orientación y de recomendaciones, cuando no directamente de instrucción. Pero entretanto, la inflación plebiscitaria ha abonado entre los lectores la convicción de ser ellos mismos peritos tan aptos como cualquiera para calibrar los méritos de un libro. Basta ver lo que ocurre muy patentemente con el fútbol o con el cine. Así las cosas, el crítico tiende a actuar como una especie de delegado de ese cuerpo general de peritos que constituye su público, ni más ni menos que como actúa un disc-jockey. El éxito de éste, como el del nuevo crítico, depende de su capacidad de sintonizar con los ocupantes de la pista, cuyas apetencias, cuyos gustos, cuyo grado de excitación o de embriaguez le corresponde a él adivinar, estimular y acompasar.
El suyo sí que es el juego del ángel. Y se juega a las puertas del Edén al que acudimos todos para bailar la misma música.
18 junio 2008
Esto no es un alegato elitista
Copio y pego un artículo del crítico literario Ignacio Echevarría publicado en el diario chileno EL Mercurio. Es una acertada crítica al mundo (casi mundillo, por lo barriobajero y chabacano en ocasiones) de los críticos literarios.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Este es un tema ya muy manido, aunque no por ello menos interesante.
¿Qué es lo bueno? ¿Esta pregunta tiene respuesta o por el contrario "lo bueno" es algo que se alcanza por consenso?
Si la segunda opción es cierta, entonces los críticos deben echarse a temblar... sus criterios no valen más que los del hombre de la calle (¿deberían valer más realmente?) Si lo cierto es lo primero debemos inclinar la cabeza ante la superioridad de esa minoría que (no sabemos muy bien como) tiene acceso al mundo de las ideas y nos dice si la obra de turno es buena o no.
En fin, como digo, 2000 años discutiendo...
P.S.:
Ejercicio: Cambiese "lo bueno" por "la verdad" y derívense las consecuencias.
P.P.S.:
Aunque se niegue, eso sí era un alegato elitista...
Publicar un comentario