Hay algo fanático y aterrador en la actitud de los guerrilleros antitabaco. Lo veo cada día en la mirada de chicos y chicas bien educados, bien instruidos por los medios de masas, por la revista de la parroquia o el panfleto comunista, por Science o AR. Chicos y chicas que miran mis manos con terror mientras lío un cigarrillo, emblema último del siglo XX. Son las manos del cáncer, leo en sus miradas, las manos de la pestilencia, del tumor, las garras de la metástasis y la ceniza.
Paul Auster carga contra este tipo de gente en Invisible, su última novela. Les llama "policías del tabaco" y los ventila en un par de párrafos con su talento habitual. En Estados Unidos, al parecer, son legión, y en España su número crece exponencialmente, como reflejo de la tendencia imperial.
Conozco a gente educada, personas en general tolerantes y respetuosas, que, sin embargo, pierden la compostura ante un fumador. La pierden en forma de mala mirada, de sutil aspaviento o, en el peor de los casos, de censura explícita. La razón para esta falta de educación siempre es la misma: que ellos no fuman.
No se trata de que el tabaco dé cáncer, no es un problema celular. Tampoco se trata de que te estés matando con una lentitud exasperante. Se trata de que el humo es molesto, de que huele mal y ese olor se impregna en la ropa, ya sabes, y luego todo a la lavadora. Se trata de que ese potencial cáncer se adhiere a sus trapitos de Zara y Pull & Bear. Se trata de que no hay quien quite esta peste del jersey. Se trata de que tu libertad, fumador, acaba donde empieza la suya. Y la suya empieza donde ellos dicen, aunque no esté escrito en ninguna ley, en ninguna norma.
Estoy a favor de la ley antitabaco. Me parece bien que se prohíba fumar en el interior de todos los locales, fundamentalmente por los niños. Lo que me asquea es que esa ley haya sido dogmáticamente asumida por ciertas personas que se han erigido en guardianes de la moralidad del pulmón blanco, fanáticos del aire limpio. Inmaculadas del humo y beatos del oxígeno puro.
El tabaco, por supuesto, es una industria. Es un poderosísimo lobby que, sin embargo, parece tener los días contados. Pero el tabaco mata sin declarar guerras, sin esclavizar países, sin regalar balas a niños. El tabaco mata sin querer matar. El tabaco es un invento obsoleto en esta era ultracapitalista liberal, un objeto estúpido que se carga a sus consumidores, un producto que atenta contra la más fundamental base del mercado: deja que el comprador siga comprando.
Pero el tabaco es tan grande, tan sublime precisamente porque mata. Porque da tos, porque da humo, porque vuelve los bares brumosos y a las personas justamente borrosas. Porque es Casablanca y cine negro, porque es literatura y tertulia, porque es romanticismo y travesura adolescente. El tabaco, batalla perdida, es ya nostalgia de cuando se fumaba.
Los fumadores somos los malos en el primer acto de la película del cáncer, como los gays lo fueron en el primer acto de la película del SIDA. Ni Elvis, ni Guerra Fría, ni ordenadores. El gran símbolo del siglo XX será el cigarro. El pitillo se convertirá en un icono a la altura del Che. Los críos lo llevarán en las camisetas, habrá chapas que lo recuerden y webs que lo homenajeen. Y cuando ya nadie fume, fumar será leyenda. Y los fumadores muertos, sus héroes caídos.
Mi Mesa Cojea, 15-01-2010
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